Todos los humanos nos obsesionamos por algo o por alguien. De niños siempre queremos lo deslumbrante lo bonito y lo inalcanzable, de grandes también.
Tengo una especial fijación por una gatita japonesa que según la leyenda nació el 1ro de noviembre en Londres Inglaterra... sin año determinado pero la inventaron el en el 78, tiene una hermana gemela y vive con sus papás, su nombre es Hello Kitty.
A los 5 años aproximadamente acompañaba mucho a mi mamá a hacer mandados a la Muni, a la 6ta av. o a la Palace del Centro Comercial de la Zona 4, sin contar nuestros almuerzos en la Cafetería Lido.
Mi mamá prefería la Palace de la zona 4 por el helado de Peach Melba o La Selva Negra, mientras un señor tocaba el piano en vivo y a todo color el ambiente se ponía como el de otro país, yo casi no pedía nada por que me daba pena que me dieran ganas de ir al baño y mi mamá se enojara porque antes de salir me advertía que no me fueran a agarrar las carreras en la calle.
En el primer nivel había un lugar fantástico llamado "Tu broma" o algo parecido, no recuerdo bien, era el paraíso y me dejaba sin aliento. Era el santuario de esa gatita linda, Hello Kitty. La vitrina me mostraba ese tesoro en todas sus formas: aretes, collares, estuches para lapices, mochilas, babosaditas incontables, chicles y dulces destacando entre otros productos de los otros personajes de Sanrio y las bromas locas como el tradicional popito de plástico y el lapicero con tinta que mancha y luego desaparece.
Allí estaba Kitty, mirándome, como esperando a que yo la comprara y la sacara de esa carcel de cristal para adoptarla y así llevarla a casa y ser amigas por siempre, con esos ojotes grandes que se lo comen a uno, sin boca pero con la expresión perfecta.
Ninguno de mis malvados padres me compró alguna vez aunque sea un mi ganchito, o alguna mi colita fantástica que tuviera su cara por lo menos. Un día convencí a mi papá que entráramos al almacén de mis sueños. Todo era sublime, y ni siquiera un lapiz o un borrador le podía sacar a ese don maligno que me llevaba. Luego el milagro sucedió.
Me compró un mi dulcito que tampoco tenía nada que ver con Kitty, era de esos que tenían chile encima, de los importados de México que eran caros.
Cuando escogí dicha confitura y la entregué a la señorita de la tienda mis ojos se abrieron como en las caricaturas de Manga, observé la bolsita de papel en la que introducían el producto con mucho cuidado y asombro. Era de Hello Kitty en su máximo esplendor. Toda la bolsa tenía a los personajes de Sanrio, era rosada y todos lo muñequitos lucían como en una aldea donde todos vivían felices. Me hice pipí de la emoción.
No podía creerlo, cuidé la pinche bolsita por los siglos de los siglos, celosamente. Llevo ese recuerdo en mi corazón como si fuera ayer, en esos tiempos no había tanta piratería ni era fácil encontrar productos extranjeros a la vuelta de la esquina, no había internet, cero globalización, los juguetes eran caros, nos emocionábamos con juguetes de plástico del mercado, cincos, trompos, cuerda, liga y cosas que echaban a volar nuestra imaginación.
Cuando crecí y pude ganar mi propio dinerín creció la gana de llenar ese recuerdo de niña, por supuesto Kitty ahora está en todos lados, no como en mis tiempos. Me gusta y la quiero mucho, me enseñó a no deprimirme por no tener una Kitty, siempre la visitaba en la vitrina y fue una costumbre ir a verla sin malicia, tarde o temprano el destino me la dió, en ese momento era linda igual no la podía tener y eso la hacía mágica. Gracias a los chinos, a la globalización y todo ese rollo, es conocida en muchos lugares de la tierra, ahora la tengo en todas sus formas y me divierte.
Esa es la historia señoras y señores de mi amor por este personaje, así concluye este relato de niñez y de sueños.